lunes, 15 de septiembre de 2014

Adolf Hitler - La falta de un elemento responsable en el sistema parlamentario (extracto de Mein Kampf)


Lo que más me preocupó en la cuestión del parlamentarismo fue la notoria falta de un elemento responsable.

Por funestas que pudieran ser las consecuencias de una ley sancionada por el Parlamento, nadie lleva la responsabilidad ni a nadie le es posible exigirle cuentas. 

¿O es que puede llamarse asumir responsabilidad al hecho de que, después de un fiasco sin precedentes, dimita el gobierno culpable, o cambie la coalición existente, o, por último, se disuelva el parlamento?

¿Puede acaso hacerse responsable a una vacilante mayoría? ¿No es cierto que la idea de responsabilidad presupone la idea de la personalidad? 

¿Puede prácticamente hacerse responsable al dirigente de un gobierno por hechos cuya gestión ejecución obedecen exclusivamente a la voluntad y al arbitrio de una pluralidad de individuos? 
    
¿O es que la misión del gobernante –en lugar de radicar en la concepción de ideas y planes constructivos– consiste más bien en la habilidad con que éste se empeñe en hacer comprensible a un hato de borregos (los parlamentaristas) lo genial de sus proyectos, para después tener que mendigar de ellos mismos una bondadosa aprobación? ¿Cabe en el criterio del hombre de Estado poseer en el mismo grado el arte de la persuasión, por un lado, y por otro la perspicacia política necesaria para adoptar directivas o tomar grandes decisiones?
     
¿Prueba acaso la incapacidad de un Führer el solo hecho de no haber podido ganar en favor de una determinada idea el voto de la mayoría de un conglomerado resultante de manejos más o menos honestos?
     
¿Fue acaso alguna vez capaz ese conglomerado de comprender una idea, antes de que el éxito obtenido por la misma revelara la grandiosidad de ella? ¿No es en este mundo toda acción genial una palpable protesta del genio contra la indolencia de la masa?
     
¿Qué debe hacer el gobernante que no logra granjearse el favor de aquel conglomerado para la consecución de sus planes?
     
¿Deberá sobornar? ¿O bien, tomando en cuenta la estulticia de sus conciudadanos, tendrá que renunciar a la realización de medidas reconocidas como vitales, dejando el gobierno, o quedarse en él a pesar de todo?
    
¿No es cierto que en un caso tal el hombre de verdadero carácter se coloca frente a un conflicto insoluble entre su compresión de la necesidad y su rectitud de criterio o, mejor dicho, su honradez?
     
¿Dónde acaba aquí el límite entre la noción del deber para la colectividad y la noción del deber para la propia dignidad personal?
     
¿No debe todo Führer de verdad rehusar que de ese modo se le degrade a la categoría de traficante político?
     
¿O es que, inversamente, todo traficante deberá sentirse predestinado a “especular” en política, puesto que la suprema responsabilidad jamás pesará sobre él, sino sobre un anónimo e inaprehensible conglomerado de gentes?
      
Sobre todo, ¿no conducirá el principio de la mayoría parlamentaria a la demolición de la Idea-Führer?
     
Pero, ¿es que aún cabe admitir que el progreso del mundo se debe a la mentalidad de las mayorías y no al cerebro de unos cuantos?
     
¿O es que se cree que tal vez en el futuro se podría prescindir de esta condición previa, inherente a la cultura humana?
     
¿No parece, por el contrario, que ella es hoy más necesaria que nunca? Negando la autoridad del individuo y sustituyéndola por la suma de la masa, presente en cualquier tiempo, el principio parlamentario del consentimiento de la mayoría peca contra el principio básico de la aristocracia de la Naturaleza, y bajo este punto de vista, el concepto negativo que el parlamentarismo tiene sobre la nobleza nada tiene que ver tampoco con la decadencia actual de nuestra alta sociedad.

Difícilmente podrá imaginarse el lector de la prensa judía, salvo que haya aprendido a discernir y examinar las cosas independientemente, qué estragos ocasiona la moderna institución del gobierno democrático-parlamentario; ella es ante todo la causa de la increíble proporción en que ha sido inundado el conjunto de la vida política por lo más descalificado de nuestros días. Así como un Führer de verdad renunciará a una actividad política que en gran parte no consiste en obra constructiva, sino más bien en el regateo por la merced de una mayoría parlamentaria, el político de espíritu pequeño, en cambio, se sentirá atraído por esa actividad.
    
Cuanto más tacaño fuera, hoy en día, en espíritu y saber, un tal mercader de cueros, cuanto más clara su propia intuición le hiciera ver su triste figura, tanto más alabará un sistema que no le exige la fuerza y el genio de un gigante, sino que se contenta con la astucia de un alcalde y llega incluso a ver con mejores ojos esa especie de sabiduría que la de Pericles. Además de eso, un paleto así no precisa atormentarse con la responsabilidad de su acción. Él esta fundamentalmente exento de esa preocupación, porque, cualquiera que fuere el resultado de sus locuras como estadista, sabe muy bien que, desde hacer mucho tiempo, su fin está escrito: un día tendrá que ceder el lugar a otro espíritu tan pequeño como el suyo propio. Una de las características de tal decadencia es el hecho de aumentar la cantidad de “grandes estadistas”  en la proporción en la que contrae la escala del valor individual. El valor personal tendrá que volverse menor a medida que crece su dependencia de las mayorías parlamentarias, pues tanto los grandes espíritus rehusarán a ser esbirros de ignorantes y parlanchines, como inversamente los representantes de la mayoría, esto es, de la estupidez, odiarán a las cabezas que se destaquen. 
      
Siempre consuela a una asamblea de papanatas, consejeros municipales, saber que tienen a su cabeza un jefe cuya sabiduría corresponde al nivel de los presentes. Cada cual tendrá el placer de hacer brillar, de cuando en cuando, una chispa de su ingenio, y, sobre todo, sí Pedro puede hoy ser jefe, ¿por qué no lo puede ser Pablo mañana?
      
Pero, últimamente, esa invención democrática hizo surgir una actitud que hoy se ha transformado en una verdadera vergüenza, como es la cobardía de gran parte de nuestros llamados líderes. ¡Qué felicidad poder esconderse, en todas las verdaderas decisiones de alguna importancia, detrás de las llamadas mayorías! Véase la preocupación de uno de esos salteadores políticos en obtener a ruegos el asentimiento de la mayoría para, en cualquier momento, poder alienar la responsabilidad. Y es esta una de las principales razones por las que esa especie de actividad política es despreciable y odiosa a todo hombre de sentimientos decentes y, por tanto, también de valor, al tiempo que atrae a todos los caracteres miserables –aquellos que no quieren asumir la responsabilidad de sus acciones, sino que antes procuran huir, no pasando de cobardes villanos. Las consecuencias se dejarán sentir tan pronto como tales mediocres formen el gobierno de una Nación. Faltará entereza para obrar y se preferirá aceptar las más vergonzosas humillaciones antes de erguirse para adoptar una actitud resuelta, pues nadie habrá allí que por sí solo esté personalmente dispuesto a arriesgarlo todo en pro de la ejecución de una medida radical.

Existe una verdad que no debe ni puede olvidarse: es la de que tampoco en este caso una mayoría estará capacitada para sustituir a la personalidad en el gobierno. La mayoría no solo representa siempre la estupidez, sino también la cobardía. Y del mismo modo que de cien cabezas huecas no se hace un sabio, de cien cabezas no surge nunca una decisión heroica.
      
Cuanto menos grave sea la responsabilidad que pese sobre el Jefe, mayor será el número de aquellos que, dotados de ínfima capacidad, se crean igualmente llamados a poner al servicio de la Nación sus “imponderables fuerzas”. Con impaciencia esperan que les llegue el turno; forman una larga fila y cuentan, con doloridos lamentos, el número de los que esperan delante de ellos y casi calculan la hora sobre cuándo, posiblemente, alcanzarán su deseo. De ahí que sea para ellos motivo de regocijo el cambio frecuente de funcionarios en los cargos que ellos apetecen y que celebren todo escándalo que reduzca la fila de los que por delante esperan.
      
En el caso de que uno de ellos no quiera dejar la posición alcanzada, casi se considera eso como una quiebra de una combinación sagrada de solidaridad común. Entonces es cuando ellos se vuelven intrigantes y no descansan hasta que el desvergonzado, al final vencido, pone su lugar nuevamente a disposición de todos. Por eso mismo, no alcanzará él tan pronto esa posición. Cuando una de estas criaturas es forzada a desistir de su puesto, procurará inmediatamente entrometerse de nuevo en la hilera de los que están a la expectativa, a no ser que lo impidan, entonces, los gritos y las injurias de los demás.
     
La consecuencia de todo esto es la espeluznante rapidez con que se producen modificaciones en las más importantes jefaturas y oficinas públicas de un organismo estatal semejante, con un resultado que siempre tiene influencia negativa y que muchas veces llega a ser hasta catastrófico, porque no sólo el estúpido y el incapaz son lesionados por esos métodos de proceder, sino incluso los verdaderos jefes, si algún día el Destino los sitúa en esas posiciones de mando.
    
Después que se verifica la aparición de un hombre excepcional, inmediatamente se forma un frente cerrado de defensa, sobre todo si una cabeza tal, no saliendo de las propias filas, osara penetrar en esa sublime sociedad. Lo que ellos quieren fundamentalmente es permanecer entre sí, y es considerado enemigo común todo aquél que pueda sobresalir en medio de tales nulidades. En este sentido, el instinto es tanto más agudo cuanto es inoperante en otros aspectos.
      
El resultado será siempre un creciente empobrecimiento espiritual de las clases dirigentes. Cualquiera, desde el momento que no pertenece a ese clan de “jefes”, puede juzgar cuáles serán las consecuencias para la Nación y para el Estado.

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